El poncho, pieza infaltable de la indumentaria del hombre criollo.
En el recto y por lo común ignorado sentido de la expresión, “poncho calamaco” significa poncho de pobre, sin perjuicio de que, por antonomasia, “el poncho de los pobres” haya sido, es y será para siempre, el sol.
Se trataba de un poncho en general amplio, hecho con lana ordinaria de oveja o de guanaco, en cuyo tejido predominaban los tonos rojizos.
Similar a éste aunque a listones casi invariablemente negros y blancos, era el “poncho pampa”, asimismo de baja consideración social, descrédito que compartía con el “poncho puyo”, típico del interior, de Tucumán arriba.
Los collas usaban -o acaso usan- el “poncho pala”, corto y de notable impermeabilidad y los jujeños “de abajo” (es decir, de los valles), el llamado “poncho vallisto”. Los salteños, sus tan famosos ponchos rojinegros, en tanto los paraguayos, extrañamente, los tuvieron de finísimo hilo.
El de forma redonda y cuello volcado es el “poncho capa”. Y “poncho patria” se le decía al grueso y azul que se proveía a los soldados. Hubo, también, “ponchos merinos”, tejidos con lana de esa raza ovina y “ponchos de Castilla”, que no venían de España, sino de Chile. El “poncho cari” era el hecho con lana parda y se conocía como “poncho paco”, al medio amarillento desteñido, casi de un color como el pelaje bayo, característico de quienes servían en las partidas policiales de la campaña.
Pero el poncho por excelencia, el envidiable poncho del rico es el de vicuña, suave y abrigado y del que se dice que en ningún lado las teleras -las mujeres que hilaban en el telar- los hacían tan buenos y livianos como en Catamarca, si bien la referencia es de imparcialidad dudosa pues pertenece a don Carlos Villafuerte, arquetípico e ilustre hijo de esa provincia. Por cierto, “llevar por el poncho por dentro” es afrontar el frío con ayuda etílica, y las asociaciones que debido a su función de abrigo se hacen a partir de esa prenda deben ser infinitas.
El poncho en el refranero
Si se le suma la deseable condición de tersura, tiene todavía otras, alguna de ellas por demás llamativas, como la ocurrencia de aludir a la china como a “mi poncho con uñas”. Igualmente, el refranero y el vocabulario derivados son de larguísimas mentas.
Ahí aparecen, por ejemplo, “¿qué es lo que se trae bajo el poncho? O bien, “nadie me pisa el poncho”. “Emponchado” es embozado, es ocultar el rostro en actitud sospechosa. “Andar a poncho”, o “a los ponchazos”, es hacer algo improvisadamente; en fin, “donde el Diablo perdió el poncho”, es, figuradamente, lejos, muy lejos, demasiado lejos.
Y seguramente hace ya mucho. Al respecto, el más distante, sin duda, es el mítico poncho de cuero, que habrían usado en origen los araucanos, presuntos inventores de esta prenda que después del descubrimiento se difundió por toda la América española, a favor de lo cómoda que es para montar.
En nuestra edad del cuero -siglos XVIII y comienzos del XIX- hacerlos era oficio varonil ejercido por los propios gauchos que cosían pellejos de potro, sobados al extremo hasta que adquirieran consistencia de gamuza, y que en los días de calor solían convertirse en un mandil más del apero. Se dice que ésta es la madre de todos los ponchos, transformada y civilizada en su camino hacia el Norte, al toparse con el arte textil y las tinturas que aportaron los quichuas.
Por Fernando S. Zinny
Fuente: LA NACIÓN - SÁBADO 12 DE OCTUBRE DE 2002