En esa década del 50 se advierte la arremetida final del género folklórico hacia la conquista de los públicos masivos de la Argentina. Empiezan a destacarse conjuntos vocales de sorprendente calidad, cada uno de los cuales tiene un estilo diferente en sus interpretaciones; esta individualización forma bloques diferenciados de fanáticos, que estimulan la competencia y la calidad de cada uno. Se es partidario de Los Chalchaleros o de Los Fronterizos como en la Edad Media se era aristotélico o platónico…
Instrumentistas de excelente nivel logran escenarios que antes les estaban vedados; sus actuaciones son vistas, oídas y aplaudidas por un público que empieza a descubrir el cancionero nativo y sus intérpretes. Aparecen nuevos autores y compositores del género, y desde Salta llegan a Buenos Aires envíos poéticos y musicales de gran belleza, que dan a la música de origen folklórico ese definido tono norteño que habrá de prevalecer durante varios años.
El público de las grandes ciudades argentinas acompaña cada vez con mayor fervor estas expresiones. Hasta la caída de Perón existía un prejuicio sobre el género, al que se asociaba con los cobechas negras que formaron el más sólido núcleo de apoyo al justicialismo. A partir de 1955 la música de origen folklórico es apreciada, cantada, bailada, grabada y difundida con destinatarios que abarcan todas las clases sociales, especialmente en Buenos Aires, donde se consagran los prestigios artísticos de la Argentina.
En el pináculo de este movimiento, Atahualpa Yupanqui —ahora, simplemente, «Don Ata»— es el decano del folklore, la voz mayor e indiscutida. Aunque han aparecido guitarristas de insuperable calidad, compositores y autores excelentes, intérpretes solistas de singular valor, Don Ata sigue siendo el más importante. Su discografía argentina vuelve a hacerse nutrida desde 1954. Va largando de a poquito nuevas canciones que expresan la madurez de su talento poético y su destreza como instrumentista y cantor. Ahora los «cachet» y los derechos de autor empiezan a hacerse copiosos, y Don Ata deja atrás su sempiterna escasez. Durante su ostracismo político, los derechos de autor que cobraba llegaron a ser misérrimos, y ocasiones hubo en que se encontró que su cuenta corriente, en la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (SADAIC) arrojaba déficit… Pero sigue viviendo como siempre; es hombre de gustos sencillos, enemigo de ostentaciones y lujos. Ahora pasa largas temporadas en el exterior, y cuando vuelve al país se refugia durante semanas en Cerro Colorado.Esa finca será su «cable a tierra», su vinculación arraigada con la gente y las cosas de la tierra entre el ajetreo de giras, conciertos y grabaciones. En algunas de esas canciones hablará de este su pago adoptivo: «Caminiaga, Santa Elena, El Churqui, Rayo Cortado / no hay pago como mi pago. ¡Viva el Cerro Colorado!» Personajes de la zona inspirarán algunas de sus canciones, como doña Guillerma, una criolla especialista en artesanías de cuero, a quien dedicará su «Canción para Doña Guillerma», grabada en 1963.
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Este ascendente movimiento del género folklórico ocurre paralelamente a un proceso de introspección que se da en el país a partir de 1955. El complejo fenómeno peronista y los saldos de su régimen, el replanteo de una política nacional que Arturo Frondizi —presidente desde 1958— define como desarrollista, el contexto internacional marcado por presencias como las de Fidel Castro, Kennedy y Juan XXIII, la progresiva maduración de la opinión pública, en fin, todo lleva a grandes sectores argentinos a intentar una reformulación del país y su destino. Pero como este propósito supone un acercamiento honrado y profundo a la realidad nacional, crece también una necesidad de conocimiento. Conocimiento físico de la Argentina, de sus regiones y sus paisajes, sus pueblos y particularidades; conocimiento de su historia, clave del conflictuado presente de aquella década del 60; conocimiento de sus problemas económicos y sociales.
Naturalmente, este renovado interés por el rostro y el contenido del país lleva involucrado también una revalorización de la música específicamente nacional.
En 1960 estalla lo que se dio en llamar «el boom del folklore». Una zamba bastante pobre pero original irrumpe arrolladoramente en el gusto del público. «Angélica» bate todos los récords de venta, es interpretada y grabada por casi todos los solistas y conjuntos folklóricos (que ya son legión) y en pocas semanas todo el país la canta, la silba y la tararea. El acontecimiento marca la consagración masiva del género. De un momento a otro, lo que había sido un tipo de música apreciado por segmentos crecientes pero limitados de público, se convierte arrasadoramente en la música mayoritaria. Sus artistas se convierten en ídolos. La gente joven aprende masivamente a tocar la guitarra: una vieja firma de fabricantes de este instrumento debe anotar a los postulantes en «listas de espera», desbordada por los pedidos. Se importan guitarras de Brasil. En todas las ciudades se multiplican las «peñas». En poco tiempo más aparecerá una revista, Folklore, que alcanza tiradas impresionantes. Los espacios centrales de radio y TV se dedican a audiciones de música folklórica. Al compás de este estallido, esta moda, desde las provincias más lejanas acrece el envío hacia Buenos Aires de artistas locales o conjuntos, de disímil calidad, que llenan las exigencias del público. Los grandes sellos grabadores se vuelcan decididamente hacia los artistas folklóricos y buen número de long-plays o colecciones enteras de discos dedicadas al género inundan el mercado.
El «boom del folklore» desplaza al tango, al jazz, la música melódica, a la música brasileña, a las canciones francesas e italianas. Y en el verano de 1961 alcanza su pico máximo con un suceso que en ese momento pasa casi inadvertido. En enero de ese año, un grupo de vecinos de la localidad de Cosquín (Córdoba) realiza un festival de folklore.
En un pequeño tablado armado sobre la ruta nacional que atraviesa el pueblo, desfilan los más importantes intérpretes del género durante una semana, ante un pequeño público enfervorizado. Es el comienzo del Festival Nacional de Folklore de Cosquín que marca lapresencia masiva del público argentino ante expresiones de origen folklórico.
Cosquín —conviene señalarlo— es una pequeña ciudad situada en las sierras de Córdoba, en una comarca grata y pintoresca, estratégicamente situada cerca del nudo de caminos que llevan al interior del país desde el litoral. Durante muchas décadas Cosquín fue sinónimo de tuberculosis… En efecto, allí están instalados algunos centros de salud para enfermos pulmonares; el clima seco y apacible de la región es óptimo para curar este tipo de afecciones. Durante años los viajeros pasaban por Cosquín apresuradamente: se suponía que el solo hecho de respirar su aire podía llenar de bacilos los pulmones de los viajeros… Y nadie en su sano juicio quedaría voluntariamente un par de días en la bella localidad serrana: Cosquín era apenas un desagradable lugar de pasada hacia los pueblitos de la serranía cordobesa que atraen al veraneante porteño o del litoral.
La iniciativa de montar en Cosquín un festival folklórico obedecía tanto al amor por la música nacional de sus promotores como a la necesidad comercial de cambiar la malsana imagen de la ciudad por otra más rentable. Hay que decir que el propósito fue conseguido largamente. Hoy, el nombre de Cosquín no se relaciona con otra cosa que el festival anual que es un punto obligado de cita de los públicos que siguen la música de origen folklórica. Un promedio de cincuenta mil personas asiste a los recitales que durante siete noches tienen lugar en Cosquín en la última semana de enero, en pleno verano argentino; decenas de «peñas» florecen en torno a la gran plaza que forma la platea del enorme escenario; una multitud que a veces ha llegado a las 200.000 personas, durmiendo en cualquier parte o no durmiendo, forma el impresionante marco de este evento. En Cosquín triunfaron Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, José Larralde y tantos otros. De Cosquín salen consagradas las canciones que se pondrán de moda ese año.
El ejemplo del Cosquín ha sido imitado —con mayor o menor suerte— por otras ciudades. Hay ahora varias decenas de festivales folklóricos, con acentuación particular de determinadas modalidades regionales, que actualmente forman un calendario del género que abarca, virtualmente, todo el año. Este movimiento es hijo exclusivo del movimiento folklórico. Hay en el mundo muchos festivales de la canción: pero son muy pocos los que, como los argentinos, y en especial el de Cosquín, pueden jactarse de reunir varios centenares de miles de personas en torno a las manifestaciones e intérpretes de un solo género. Un género que —agreguemos— no estimula la alienación a través del ritmo enloquecido ni invita a excitarse con drogas; que incluso carece casi de percusión y se acompaña exclusivamente con guitarras sin amplificación. Un género que, fiel a su origen, canta las cosas simples de la vida, de los paisajes, de la gente humilde y rechaza el erotismo como objeto de consumo y «la denuncia» como tema de atracción fácil.
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Don Ata ganó popularidad con los sucesivos festivales de Cosquín, a los que asistió. Nunca fue un artista de masas. Sus públicos fueron siempre un poco esotéricos; no minoritarios, desde luego, pero tampoco multitudinarios. Sus formas expresivas hacían muy difícil la comunicación con públicos contados de a miles. Sin embargo, en Cosquín fue escuchado y aplaudido por decenas de miles, sin que ello implicara renunciar a su modalidad particular. Por otra parte, don Ata nunca fue demasiado sociable. Siempre un poco distante, retraído, su presencia imponía distancias. En Cosquín, en cambio, fue siempre una de las figuras más rodeadas. Admiradores, curiosos, periodistas, formaban a su lado una amistosa «corte», la primera, seguramente, de su vida. Allí fue donde algunas de sus salidas enriquecieron su anecdotario.
Una vez, por ejemplo, le pregunta un periodista por qué no tocaba con guitarra eléctrica: —Porque soy guitarrista, m’hijo, no electricista… —respondió.
La culminación de esta asociación entre el Festival Nacional de Folklore de Cosquín y Atahualpa Yupanqui ocurrió en 1971 cuando, en el décimo aniversario de la primera reunión, se impuso al recién inaugurado escenario el nombre del autor de «Camino del Indio». Emocionado, brillante su rostro aindiado bajo las poderosas luces de los reflectores, don Ata transfirió el homenaje a los precursores, los luchadores del movimiento folklórico que murieron sin haber contemplado la realidad triunfante que él veía ahora. Pronunció con unción los viejos nombres de Andrés Chazarreta, Buenaventura Luna, Julio Jerez, Soco y Cachilo Díaz. Y las decenas de miles de personas que lo veían allí, los centenares de miles que escucharon su voz por la cadena radial que la transmitía y los que lo vieron y escucharon en la película «Argentinísima» —que reprodujo esa escena— todos sentimos que ningún argentino tenía tanto derecho evocar aquellos nombres y recibir esa distinción como don Atahualpa Yupanqui.
LUNA, Félix. Colección Los Juglares. Atahualpa Yupanqui. Ediciones Jucar, 1974.